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lunes, 17 de febrero de 2020

El Conejo Delator (Extracto del libro "Memorias Apócrifas de un Payaso" por Angel Amieva

EL CONEJO DELATOR

¿Quien no ha jugado de niño, a atravesar corriendo una cortina de macarrones, o de canutillos, o antimoscas, o como mierda se llamen?
Si, de esas que se ponen en los establecimientos para poder tener la puerta abierta y que entre el fresco pero evitar que entren las moscas… Las hay de largos tubos  de plástico en espiral, de anillas de aluminio, o de pequeños tubitos (macarrones) de plástico duro, ensambladas por una argolla y que al apartarlas hacen un característico, refrescante y evocador ruido de verano; clic clic clic…
Pues corría el año…¡no sé! Yo debía de tener unos 7 u 8 años, y mi hermano gemelo…¡también! Y estábamos en una carnicería de mi pueblo, que creo que aún existe, ubicada en la calle Nueva (hoy carrer Nou) de Figueres.
Habíamos ido con mi madre, clienta habitual de esa carnicería. Ese establecimiento era, y es, un local pequeño atendido por dos resueltos e hiperactivos carniceros (¿Porque todos los carniceros parece que han consumido cocaína?). Cortan, trocean, pican, y envuelven la carne en ese papel blanco encerado a la vez que te preguntan; "¿Que más?". 

Esa mañana de sábado había tanta gente que hasta las tres sillas de espera estaban ocupadas.
Mi hermano y yo nos aburríamos mucho en estos lugares, sobretodo porque cada cliente compra como si fuese el día anterior a un apocalipsis nuclear. De hecho la palabra que más ansiábamos escuchar por parte de cada cliente era,  “Nada más” y el gesto más esperado era, el del puñado de perejil que el carnicero metía en la bolsa rematando así la venta.
Estábamos inmersos en ese aburrimiento cuando vimos la cortina de macarrones de la entrada y decidimos de forma automática, sin hablarlo, jugar a atravesarla corriendo como si se tratara de un portal tridimensional o una catarata de agua que no moja.
A veces (permitirme aquí un inciso), si no teníamos ganas de correr y disponíamos de dos (o una) de las sillas de espera para permanecer sentados, jugábamos a atar, sin que nos vieran, la tira del extremo izquierdo de la cortina con la tira del extremo derecho, creando así un lazo-trampa en el medio de la cortina, imperceptible al ojo humano, y donde el cliente confiado que entraba o salía y pretendía atravesar la cortina apartándolas desde el centro, en su ímpetu, quedaba atrapado por el cuello cual alimaña. Nos divertía ver desde nuestra silla furtiva, la cara incrédula de esos clientes “cazados”, que por unos instantes no entendían que los frenaba de repente por el cuello…ni en el mejor capitulo de Jara y Sedal.
Más de uno en su precipitada salida, con las manos ocupadas de bolsas, arrancaba la cortina de su anclaje y se la llevaba puesta cual capa de superman multicolor o si la arrancaba con el pecho (dependiendo de donde hiciéramos el nudo) se le quedaba enganchada en la cintura cual bailarina hawaiana de Hula Hula. Entre el estruendo de los más de cincuenta tubitos de macarrones, el estallido de color, la sorpresa y el ridículo, convertía la escena en la mejor e inimaginable entrada de payaso.
No fue el caso ese día, principalmente, porque como ya he dicho no había sillas libres para permanecer apostados y al acecho con cara de niño bueno que “nunca a roto un pato”.
Así que una vez certificada que la cortina no tenía ningún nudo en el cual imbecilmente caer en nuestra propia trampa, empezamos a entrar y salir a toda velocidad de la carnicería a través de la barrera o campo magnético (no recuerdo que era esa vez) que representaban las inocentes cortinas.

Todo ocurrió muy rápido y en mi descargo debo decir que no recuerdo quien de los dos fue el protagonista de la fatalidad, si mi hermano Mateo o yo (dependiendo quien lo explique se atribuye ser el autor material de los hechos), en cualquier caso, “tanto monta, monta tanto”…lo sucedido fue de espanto.
Fue en una de esas briosas salidas cuando sobrevino la desgracia. Cegado por la cortina, no vi atravesarse una viejecita, menuda y frágil que, vestida de riguroso negro se desplazaba lentamente con la ayuda de un bastón.
Mi cabeza, dura como madera de ébano, fue lo primero que golpeo la mandíbula de la vieja. Os podéis imaginar la complexión de esa señora mayor cuando el cabezón de un niño de 7 u 8 años le llega al mentón. El golpe fue seco, directo, parecido a un gancho de Mike Tyson, lo más parecido a una sobredosis de dormidina…Lo que siguió a continuación recuerdo que lo viví a cámara lenta. 
La viejecita queda noqueada de pie. Lo primero que cae fue su bastón y como si fuese una ficha de dominó, después cae ella. Cae recta y sin poner las manos y el duro suelo fue lo segundo que golpeo la cabeza de la desafortunada.
En ese momento mi hermano atraviesa la cortina enfrascado en el juego y descubriendo el percal, acaba con mi cámara lenta.
En un segundo y sin ni siquiera pararnos a pensar en lo ocurrido volvemos a entrar corriendo, pero esta vez nos parapetamos entre la vitrina del mostrador y mi madre, a la cual, ya el carnicero, estaba atendiendo.
La acción fue tan rápida y tan fusionada en la dinámica del juego que nadie se dio cuenta.
Fue como la misión de un cuerpo de élite; salir-matar-desaparecer. El crimen perfecto.
Durante unos segundos, casi un minuto diría yo, nadie en la carnicería se percató de lo ocurrido, concentrados, clientes y carniceros, en el mercadeo de la carne.
En la calle se empezó a formar un coro de curiosos y gente corriendo arriba y abajo, y eso, fue lo que atrajo la atención de todos los que estaban en la carnicería, mi madre incluida. Lo que siguió fue un ir y venir de gente entrando y saliendo de la carnicería, atravesando el portal dimensional, con frases como; “¡sa caído una señora y sa matao!”.
Mi hermano y yo seguíamos pegados a la vitrina y agarrados a la falda de nuestra madre, que no salió a la calle para no traumatizarnos y sobretodo no perder su turno.
A los pocos minutos llegó la ambulancia precedida de su sirena y eso ya si, paralizo la actividad de la carnicería.
Nadie sospechaba de nosotros, bueno, nadie, lo que se dice nadie…aquí viene lo sobrenatural de la historia. Hubo alguien, a parte de mi hermano, que si sabía quien había cometido el crimen y nos miraba con mirada acusatoria.  Desde el interior de la vitrina del mostrador un conejo desollado con su ojo grande y vítreo parecía decirme “se lo que hicisteis cabrones, os habéis cargao una vieja”. No podía separar la mirada de ese conejo despellejado rodeado de salchichas, pies de cerdo y pechugas de pollo deshuesadas. Ese conejo, o mejor dicho, ese ojo de conejo, que presenció todo, es el único testigo de ese homicidio involuntario. Y digo homicidio porque no hacia falta ser medico forense, ni tener mas de siete años, para saber que si no la mató el tremendo cabezazo, la mató el terrible impacto contra el suelo. 
Pasados unos interminables minutos la ambulancia se llevo a la pobre viejecita y la actividad de la carnicería se reanudó.
No es la imagen de la abuelita en el suelo rodeada de sangre la que tortura mi mitocondria desde entonces, es la imagen del ojo delator del puto conejo la que me perseguirá toda mi vida, como si de un cuento de Edgar Allan Poe se tratara.
Mi hermano y yo nos mirábamos con cara de “la que hemos liao pollito”. 
Mientras todo volvía a la normalidad se podían oír  comentarios de los clientes y del carnicero como: “No somos nada”. “Hoy estas y mañana no”. “La vida son cuatro dias,…aunque esta señora llevaba cinco por lo menos”.
“Niños (una señora a vernos acojonados y agarrados a nuestra madre), vosotros no os asustéis y seguid jugando y divirtiéndose todo lo que podáis, porque cuando te toca te toca”.

En ese momento mi madre pidió cuarto y mitad de conejo.
                                                                             
                                                                                                Angel Amieva.
                                                                            "Memorias Apócrifas de un Payaso".


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